Luis García Montero
Manuel Fraga Iribarne explicó en
una entrevista de 2007 sus antipatías republicanas: “…los muertos amontonados
son de una guerra civil en la que toda la responsabilidad, toda, fue de los
políticos de la II República. ¡Toda!”. El celebre Diccionario Biográfico de la
Real Academia de la Historia hizo una lectura muy parecida de nuestro siglo XX
al afirmar que Franco no fue un dictador, calificación que se reservó para don
Juan Negrín.
Son detalles que nos recuerda el
profesor Francisco Sánchez Pérez a la hora de justificar la edición del libro
Los mitos del 18 de julio (Crítica, 2013), volumen en el que ha coordinado a
los historiadores Ángel Viñas, Fernando Puell de la Villa, Julio Aróstegui,
Eduardo González Calleja, Hilari Raguer, Xosé M. Núñez Seixas, Fernando
Hernández Sánchez y José Luis Ledesma. Las percepciones sobre la guerra civil
son muy diversas según la ideología de cada cual. Pero el trabajo de los
historiadores es comprobar con datos y documentos qué tipo de percepción se
ajusta más a la realidad. Este libro es un ejemplo.
¿Otro libro más sobre la guerra
civil? Sí, claro, y sea bienvenido por su actualidad. El profesor Sánchez Pérez
hace bien en advertirnos que la razón de las falsificaciones sobre la República
no siempre ha sido la misma. El franquismo se esforzó a partir de 1936 en
reescribir los acontecimientos para justificar el golpe de Estado. Pero buena
parte de lo escrito por algunos historiadores desde 1975 no se debe tanto al
franquismo, sino a la necesidad de maquillar y bendecir su herencia: la Santa
Transición. Y la Transición se vende mucho mejor, con su tono paternal y sus
élites económicas liberales, si colocamos a figuras como la de don Juan Negrín
en una atmósfera de violencia y extremismo. Resulta injusto identificar a los
santificadores oficiales de la Transición con la historiografía fascista. Pero
es también miope no advertir esa parte de la mitología y de la revisión
histórica en la que coinciden.
Agradezco la lectura de libros
como Los mitos del 18 de julio o de otros firmados –y perdonen la lista, pero
me quedo corto-- por Julián Casanova, Enrique Moradiellos, Paul Preston,
Francisco Espinosa, Mirta Núñez, Conxita Mir, Alberto Reig Tapia, Josep
Fontana, Secundino Serrano, Manuel Ortiz Heras, Ronald Fraser o Francisco Moreno
Gómez.
Agradezco sus trabajos por un
doble motivo. El primero tiene que ver con la equidistancia entre republicanos
y fascistas que se ha empeñado en bendecir la novela española contemporánea.
Los novelistas que quieren ser celebrados por la cultura oficial no encuentran
un camino más rápido que escribir historias llenas de obreros canallas y
republicanos tortuosos que puedan equipararse con los violentos golpistas de
1936. Es una de las perspectivas más agradecidas por nuestra mentalidad
dominante.
Cuando los historiadores del
Régimen intentaron fijar una consigna franquista de la historia, novelistas
como Max Aub o Francisco Ayala ofrecieron desde el exilio una alternativa más
ajustada a la realidad. Me parece una buena noticia que ahora, cuando notables
escritores juegan a la equidistancia y al falseamiento del pasado, los
historiadores profesionales pongan las cosas en su sitio: más allá de
comportamientos personales, ni los dos bandos fueron iguales, ni el golpe de
Estado puede justificarse por una República violenta y extremista. Los
políticos de la II República no fueron la causa de la guerra civil. Tampoco
comparten la mitad de las culpas.
Mi segundo motivo se debe a que
la historia, ya se sabe, ayuda a comprender el presente. Es mal camino para un
historiador proyectar situaciones del presente en el pasado. Los moralistas del
ayer son ridículos al confundir acontecimientos y razones. En la España
republicana, como explica en este libro el llorado Julio Aróstegui, la palabra
revolución tenía un significado distinto a la que le damos hoy. Pero lo que sí
resulta muy útil es conocer las lecturas ideológicas que se hacen ahora de
1931, 1936 y 1975 para entender el significado de nuestro presente. La
situación actual de España, por ejemplo, se entiende mejor si analizamos el
desprecio interesado de la II República impuesto por el franquismo y la
Transición monárquica. Estribillos repetidos: arte de la mentira, descrédito de
la política, confusión de política y violencia o conversión de la protesta y la
participación democrática en un problema de orden público. Y también la idea de
que reconciliación y convivencia significan olvidar las injusticias sociales y
asumir de forma pacífica las órdenes del poder.
También es útil recordar que se
puede repetir a grandes voces la palabra España con orgullo de unidad nacional
mientras se vende el país a potencias extranjeras. Manuel Fraga, figura del
franquismo, la Transición y la monarquía, era muy coherente al culpabilizar a
los políticos de la II República. Lo de Franco, sus generales y sus banqueros
no tuvo importancia.
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